Así vive una bailaora su propio baile flamenco
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Una pregunta interesante ¿Cómo vive el baile flamenco una bailaora? Ana Palacios nos lo cuenta en primera persona.
Bailar flamenco es una experiencia profundamente visceral, una conexión entre el cuerpo, la mente y el alma que va más allá de los movimientos. Es una forma de expresión que no se puede contener solo en los gestos, es una conversación silenciosa entre el espacio, la música, y la historia de mis emociones. Cuando empiezo a bailar, siento cómo la tierra bajo mis pies me arraiga, pero al mismo tiempo, mi cuerpo se prepara para volar. El flamenco es una paradoja constante: fuerza y fragilidad, control y abandono, dolor y placer. Todo esto se funde en el compás, en la percusión de los pies, en el movimiento de los brazos y las manos que parecen dibujar el aire.
El contacto con el suelo es un momento de toma de poder. Los pies golpean como un trueno en la tormenta, no es solamente una danza, es una afirmación de mi presencia, de mi historia y de mi sentir. Cuando suenan los acordes de la guitarra, algo se enciende en mí. Siento el peso de las generaciones pasadas que bailaron antes que yo. Hay una conexión profunda, casi espiritual, con esas mujeres, con sus vidas, sus luchas, y sus alegrías. Bailo por ellas y a través de ellas, porque el flamenco, al final, es una cadena ininterrumpida de emociones humanas.
Mis manos se levantan despacio, sintiendo el aire en cada dedo, dibujando formas que no puedo explicar con palabras. Es como si estuviera tratando de capturar algo inasible, algo etéreo, que se escurre entre los dedos pero que se siente en lo más profundo del pecho. Mis brazos siguen a mis manos, describen curvas sinuosas que, para el espectador, parecen casi intuitivas, pero detrás de cada gesto hay una técnica precisa. Sin embargo, la magia del flamenco está en hacer que esa precisión se sienta como pura emoción, como si cada movimiento naciera directamente del alma, sin pasar por el cuerpo.
El flamenco es tan emocional que, en ocasiones, parece un diálogo entre lo visible y lo invisible. Cuando estoy en el escenario, siento la mirada del público como una corriente de energía que me envuelve. No los veo con claridad, pero los percibo, casi como si pudiera sentir sus latidos y su respiración. En esos momentos, no estoy bailando sola. Somos una sola entidad, compartiendo un momento único en el tiempo. El silencio antes de cada escobilla, es como un suspiro colectivo, una suspensión del aliento antes de que el ritmo nos arrastre de nuevo.
El cante, esa voz desgarradora que emerge de lo más profundo del cantaor, es una de las partes más poderosas del flamenco para mí. Cada quejío, cada grito ahogado o cada lamento me atraviesa como un puñal. No puedo evitar sentirme completamente vulnerable frente a ese dolor, como si la voz del cantaor se conectara directamente con mi propio dolor. Hay momentos en los que siento que no bailo por mí, sino por esa voz, por darle forma física a lo que las palabras no pueden decir. Y en ese instante, cuando mi cuerpo dibuja el dolor, siento que toco algo profundo.
El flamenco también es una lucha interna. A veces el cuerpo quiere rebelarse, el agotamiento físico quiere tomar el control, pero el alma siempre impulsa a seguir, a superar ese límite. Esa lucha es parte de la belleza del flamenco: saber que el dolor y el cansancio son parte del viaje, que la danza es un medio para trascenderlos. He tenido momentos en los que, después de una actuación, mi cuerpo está tan exhausto que apenas puedo mantenerme de pie, pero al mismo tiempo siento una especie de éxtasis, como si hubiera tocado algo sublime.
El vestuario es otro elemento esencial para mí. Siento que esos tejidos me transforman. No soy la misma cuando estoy vestida para bailar. Hay una metamorfosis, una transformación que ocurre cuando me visto para bailar. Los colores, las texturas, el peso de la tela, todo se convierte en una extensión de mi cuerpo y de mi emoción. Es como si la propia ropa quisiera contar su parte de la historia. En esos momentos, no soy solo una mujer bailando, soy un torbellino, un vendaval que arrastra con él todo lo que encuentra a su paso.
Pero a pesar de la grandiosidad, hay también mucha humildad en el flamenco. Cada vez que termino una actuación, me siento agradecida. No por haber completado el baile o por haber recibido los aplausos del público, sino por haber tenido la oportunidad de expresarme de una manera tan honesta. Bailar flamenco es, en esencia, una catarsis. Cada actuación es una oportunidad para liberar emociones acumuladas, para dejar que la música y el cuerpo hablen en lugar de las palabras. Y después de cada actuación, siento una especie de alivio, como si hubiera descargado una carga que muchas veces ni siquiera sabía que estaba cargando.
En definitiva, bailar flamenco para mí es una necesidad, una manera de sentirme viva y conectada con el mundo, con los demás y conmigo misma. Es un lenguaje que hablo con el cuerpo, con el corazón, con la historia y con el alma. Y aunque el flamenco es también una tradición, una herencia que recibimos de quienes nos precedieron, cada vez que bailo lo hago mío, lo transformo con mis propias vivencias y lo devuelvo al mundo. Es un ciclo interminable, donde el flamenco sigue vivo, palpitante, en constante evolución, pero siempre fiel a su esencia: una forma de contar la verdad, por dolorosa o hermosa que sea.
Por Ana Palacios