Querido amigo y maestro Enrique
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Reproducimos la carta que Balbino Gutiérrez, biógrafo oficial de Enrique Morente, dedica al maestro granadino cuando se cumple un mes de su despedida.
Querido amigo y maestro Enrique
Enrique Morente In memoriam
Mi pena es muy grande/porque es una pena/que yo no quisiera que se me quitara... (Letra de Manuel Machado cantada por Enrique Morente)
Ahora que ya se están acallando los ecos fúnebres por tu muerte, se están secando las lágrimas sinceras y han cesado los llantos de las plañideras y plañideros de oficio. Ahora que la pena ya deja fluir las palabras, quiero recordarte y recordar los momentos y circunstancias de la amistad con que me favoreciste a lo largo de casi cuarenta años.
Nos conocimos en Madrid -seguro que te acuerdas pues tu memoria prodigiosa guarda la huella hasta de los hechos más nimios- a principio de los 70 en la Cervecería Alemana de la Plaza de Santa Ana. Nos había presentado Paco Almazán. Tú estabas en compañía de una mujer morena vestida con un poncho mejicano y de dos muchachos extranjeros, Humberto El Paillo y Vicente, o Vincent, Pradal, dos jóvenes guitarristas, holandés y francés, respectivamente, a los que tu cante había seducido en Amsterdam y Toulouse.
Debimos congeniar por diversas circunstancias de edad, paisanaje y gustos ya que al poco tiempo de relacionarnos, aceptaste la invitación a una reunión en mi piso con un grupo de amigas y amigos universitarios, uno de los cuales nos produjo cierta vergüenza ajena a la vez que simpática, al acercarse impulsivamente a ti gritando: “Déjame que te toque, déjame que te toque”, cuando supo que tú eras Enrique Morente, el autor del disco “Homenaje Flamenco a Miguel Hernández”, que tanto impacto positivo causó entre los jóvenes progresistas de aquella época.
Dos años después, en mayo o junio del 75 y a petición mía quisiste ir a cantar en compañía de Pepe Habichuela a la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, a un recital frustrado por la impuntualidad flamenca y lo intempestivo de la hora. A partir de ahí me convertí espontáneamente en un morentiano asisitiendo siempre que podía a todas tus actuaciones. Diez años más tarde, organicé otro recital tuyo -éste sí que se celebró- en el Instituto de Enseñanza Media del que yo era profesor, un recital que quisiste ofrecer por una cantidad muy modesta de dinero que repartiste entre un joven Paco Cortés, tu guitarrista de entonces y otros dos acompañantes a los coros y palmas: Miguel y Antonio Zahíra, fallecidos después dramáticamente. Recuerdo que fui a buscarte a la casa de tu madre Encarna, a la que adorabas, que vivía en la calle Álvarez Abellán de Carabanchel.
Luego me fuiste abriendo las puertas de tus casas de Madrid y Granada que tú ganaste con tu infatigable trabajo de cantaor flamenco. El piso de la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, en la periferia del Rastro madrileño, las casas de Montes Claros, plaza de San Nicolás y Carril de San Miguel cuando te trasladaste a vivir a tu Granada, nuestra Granada. Me hiciste el honor de poder ir a verte sin tener que avisar previamente, aunque casi siempre yo lo hiciera, y me sentaste numerosas veces a tu mesa con La Pelota y toda tu familia. En el último almuerzo con vosotros no quisiste probar el vino de Burdeos que yo solía llevar y que tanto te gustaba: “Me han prohibido el vino tinto por los taninos”, me dijiste. En otra ocasión anterior me enseñaste a escanciarlo, enseñándome que había que imprimir medio giro a la botella con la muñeca para evitar que cayeran unas gotas fuera de la copa.
Fue en el piso de la plaza del Campillo, a finales de los 80 donde te comuniqué mi intención de escribir un libro que contara tu obra y proclamara tu arte frente a los que te denostaban, que por aquellos años eran muchos: “Ah, sí, ¿me quieres hacer famoso?”, me respondiste con tu ironía acostumbrada y te callaste. Fueron varios años más tarde, a la puerta del Teatro Alcalá, donde nos encontramos por casualidad, cuando me dijiste escuetamente: “Adelante”, y yo comprendí que me dabas tu consentimiento para que yo me pusiera a trabajar en el proyecto.
En tus casas de Madrid y Granada vi crecer a tus hijas Estrella y Solea y a tu hijo Enrique, el Quiqui. Te hice entrevistas profesionales para diversos diarios nacionales y entrevistas sin límite para la redacción de mi libro, tu libro, nuestro libro. También pasé ratos entrañables de celebración y conversaciones sobre toda clase de temas. Me comentabas tus conciertos, tus proyectos y te presté mis modestas colaboraciones y opiniones sobre los trabajos que ibas realizando. Me hacías oír primicias de discos como El pequeño reloj, Morente sueña la Alhambra, Morente Flamenco o Pablo de Málaga. Para este último estuvimos trabajando fonéticamente unos versos en francés de Picasso: “Cris d’enfants, cris des femmes, cris d’oiseaux...” que tenías la intención de introducir en la grabación. Me diste tu entera confianza contándome tus simpatías y también tus trifulcas y enfados con el mundo del flamenco: crítica, representantes, así como tu opinión sobre otros cantaores, bailaores o guitarristas con los que habías tenido problemas profesionales, o piques por culpa de la sempiterna vanidad del medio artístico.
Recuerdo con nostalgia infinita hoy esas sobremesas del carmen del cerro de San Miguel, sentados en la terraza desde la que se contempla la panorámica única de la Sierra, la ciudad y la Vega, o acomodados alrededor de la mesa de camilla del inmenso salón con óleos de pintores amigos, puerta monumental de iglesia y artesonado de taracea. Tú, a veces, te quedabas dormitando en tus sillón favorito junto a la chimenea tras beberte un gran vaso de café de puchero que te preparaba Aurora. Mientras, yo fumaba mis puritos que nunca, nunca quisiste aceptar: “Eso es tabaco para hombres”, me decías siempre, y ojeaba alguno de los numerosos libros amontonados sobre la mesa, libros de arte en su mayoría, entre los cuales uno sobre el arte de los Hititas, que me maravilló encontrar. Otras veces agarrabas una de tus magníficas guitarras y desgranabas con sordina unos acordes por malagueñas o soleares. El teléfono sonaba frecuentemente y saltaba el buzón de voz que dejaba oír mensajes de amigos o de propuestas de trabajo. Llamadas a las que no solías responder de inmediato. En el estudio de grabación que habías montado en el sótano del carmen te vi trabajar en sesiones interminables que podían acabar a altas horas de la madrugada. Era un gozo y un privilegio oírte cantar y repetir de manera infatigable algunos trozos de tus discos últimos que ya han quedado para los anales del cante y de la música.
Amigo y maestro Enrique, así te decía cuando hablábamos por teléfono o salías abrirme -casi siempre en chándal y con barba incipiente- el portón exterior de tu hermoso carmen. Siempre me impresionaba estar contigo sobre todo en los últimos tiempos en los que te habías convertido en un gran personaje público. Pero tú no te lo creías. Siempre mostrabas la misma sencillez, la misma naturalidad de cuando nos conocimos en los tiempos lejanos. Maestro de arte y de vida. Paseamos juntos por las calles de Madrid y Granada, del Albaicín o del centro de la ciudad. Entrábamos en bares o tabernas y los camareros se deshacían en saludos afectuosos y respetuosos. Te pagaban con el calor y respeto que a todos les mostrabas. Te paraban continuamente por las calles y a todos atendías o les firmabas autógrafos que te pedían, incluso los niños, con esas grandes letrazas con las que escribías algunas frases de simpatía.
En los últimos meses pude verte menos de lo que hubiera deseado debido a tus continuos desplazamientos de trabajo. En varias ocasiones te comenté que no comprendía cómo podías resisitir el ritmo que llevabas y me atreví a sugerirte que debías descansar más, pero tú te limitabas a esbozar una media sonrisa y no respondías. Mi última conversación contigo fue por teléfono. Me decías lo satisfecho que te sentías por la concesión de las insignias de Caballero de la Legión de Honor y quedamos en que nos reuniríamos para perfeccionar unas palabras en francés que querías pronunciar el 17 de diciembre, día fijado para el acto de la embajada de Francia.
No me hablaste del empeoramiento de tus problemas crónicos. No supe que iban a operarte. Por eso, cuando el día 6 a las 14h06 exactamente recibí la angustiosa y angustiante llamada de La Pelota, tu mujer, diciéndome entre sollozos que estabas ingresado muy grave en la UCI de la clínica de La Luz, de la mala luz, sentí como un fuerte mazazo en la nuca y se me paró materialmente el reloj de pared de mi casa, un reloj que funcionaba perfectamente y que siguió funcionando correctamente cuando volví a ponerlo en hora ...
Luego vino una semana de espera desoladora en el hall de la clínica, una semana de calvario para tu familia que ha sufrido con gran dignidad y entereza de espíritu. Allí estaban también tus amigos más cercanos de Granada y Madrid. Después fueron llegando muchos y muchos más a medida que se difundían las noticias alarmantes de tu estado de salud.
Amigo y maestro Enrique, te has marchado cuando más se te quería, cuando más te queríamos. No nos has dejado darte esos oles de complicidad que decías que no te gustaban cuando cantabas y que al escucharlos cambiabas los tonos “buscando la hecatombe”. Tu muerte ha creado una gran ola de solidaridad en una buena parte de la sociedad española. A tus capillas ardientes de Madrid y Granada han acudido miles de ciudadanos anónimos apenados que intercambiaban sus condolencias como si fueras alguien de los suyos. También acudieron grandes figuras del arte y la cultura, e incluso figurones que se han apresurado a expresar con palabras su pesar y a reconocer tu valía, seguro que para compensar sus públicos silencios mientras estabas vivo y coleando o su negativa a apoyarte con su nombre cuando lo necesitaste recientemente. Querido amigo y maestro Enrique, tu muerte ha producido una gran conmoción en las personas y un auténtico tsunami mediático. Si hubieras podido observarlo, es muy posible que hubieras declarado con tu fina y proverbial ironía: “Debería uno morirse dos o tres veces para que acaben teniéndote en cuenta”.
¡Hasta siempre!
Tu amigo y admirador que lo fue.
Balbino Gutiérrez
5 de enero de 2011